<<Cuando ni los tuyos te defienden, el silencio se convierte en ruido>>.
Esta frase resume la visión que tengo, como analista, sobre la comunicación del gobierno.
Con ello explicaré que, tanto en política como en teología, la apología no es propaganda ni adulación, sino una defensa racional y articulada de principios, acciones y liderazgos.
La apología es el ejercicio de argumentar en favor de una causa, con el propósito de otorgarle sentido, legitimidad y proyección.
En el ámbito religioso, consiste en defender la fe; y en el terreno gubernamental, en responder con fundamento ante la crítica, la acusación o el intento de desprestigiar las acciones públicas.
En el gobierno del presidente Luis Abinader sorprende la escasez de voces que asuman, con claridad, el rol de explicar y defender su gestión.
Silencio
Aunque su administración avanza en áreas claves, lo hace en un silencio que debilita su relato. “Quien no cuenta su historia, permite que otros la re-escriban”, advierte Antoni Gutiérrez-Rubí.
Aunque muchos insisten en que ese silencio obedece a una estrategia deliberada del propio presidente, sigo considerando que en ello radica una de las principales debilidades de la gestión.
A diferencia de otros presidentes latinoamericanos, Abinader ha optado por un estilo sobrio, técnico y moderado. No polariza, no dramatiza ni impone un relato épico. Sin embargo, esta virtud se convierte en debilidad cuando no hay quien la explique.
El presidente no debería ser su único vocero. En palabras de Mario Riorda, “la comunicación política no puede descansar solo en la figura del líder; necesita estructura, relato, institucionalidad”. Pero aquí, ni la estructura comunica ni el relato emociona. Y en política, sin emoción no hay memoria.
Esta situación contrasta con líderes que han asumido el rol de apologistas personales: AMLO lo hizo mientras gobernó, Trump y Bukele. Ellos concentran el relato, marcan la agenda y se relacionan directamente con el pueblo. No delegan el mensaje; lo monopolizan. La diferencia con Abinader es dramática: mientras aquellos construyen identidad, aquí se diluye.
El resultado es una gestión que funciona, pero que no inspira. Una presidencia que gobierna, pero que no lidera simbólicamente. “El poder que no se comunica, se pierde”, sentencia Joseph Nye.
Que el presidente hable y se exponga no es un error en sí mismo; el error es hacerlo sin respaldo narrativo.
En comunicación estratégica, la sobreexposición sin contrapeso es sinónimo de vulnerabilidad. El líder que habla todos los días y siempre está solo, se desgasta. Se convierte en blanco fácil. Y lo que ayer fue cercanía, hoy puede parecer desesperación. “El líder sin coro se vuelve eco de sí mismo”, escribió Noelle-Neumann. Sin apologistas, el poder se vuelve frágil. Sin relato, se vuelve invisible.
En gobiernos anteriores, el discurso tenía voceros naturales y estructuras apologéticas visibles. Balaguer proyectaba su visión a través de medios alineados y un estilo doctrinario.
Leonel Fernández construyó una narrativa globalista y modernizadora que fue ampliamente replicada. Danilo Medina consolidó un relato de cercanía y eficiencia que contó con repetidores disciplinados.