No puedo evitar que un sentimiento profundo y desgarrador —mezcla de compasión, impotencia y rabia contenida— se apodere de mí cada vez que cruzo el puente Juan Pablo Duarte y veo personas sentadas o de rodillas en plena vía, extendiendo una gorra vieja con la esperanza de recibir una limosna de los conductores que transitan por esa arteria crucial de la ciudad.
Aun así, he guardado silencio. Siempre he pensado que, entre tantas autoridades, a alguna se le ocurriría tomar una medida sensata que nos librara de este espectáculo sobrecogedor y peligroso. Pero nadie parece considerar los riesgos mortales que implica la presencia casi invisible de seres humanos en medio del puente más transitado del país.
Lo que percibo es que, como sociedad, hemos desarrollado un olímpico desprecio por la vida. Parecería que no nos importan los indigentes: desde nuestro estatus confortable, nos basta con lanzar una moneda sobrante a la gorra desvencijada del errante y anónimo pedigüeño, tranquilizando la conciencia por unos segundos sin cuestionarnos nada más.
Lo que allí se ve es devastador. Es un escenario que disipa toda esperanza de compasión, civilidad y orden. Y temo que solo el escándalo o el espanto harán que algo cambie. Solo cuando un vehículo arrolle a uno de estos hombres y lo convierta en un bulto sangriento en medio del asfalto, entonces —solo entonces— veremos autoridades opinando, señalando responsables, proponiendo medidas y recomendando acciones.